Desde la prehistoria el sabor dulce es una señal innata de calorías. También el umbral de saciedad para los alimentos azucarados es más alto que para los demás, como demuestra el que en numerosas culturas se tomen alimentos azucarados al final de las comidas. Es decir, incluso aunque una persona esté harta de comer, todavía dispone de apetito para el dulce…
Julie Mennella, investigadora del Centro de Sentidos Químicos Monell de Filadelfia (EE.UU) y de la que nos declaramos fervientes admiradores, tiene su propia teoría. A juicio de Mennella, “lo dulce no es sólo un sabor, sino también un estado mental. Ingerir alimentos dulces aminora el dolor, porque estimula la segregación de endorfinas en el cerebro. Es decir, al comer dulces uno se siente mejor”. Según esta mujer de 57 años nacida en Chicago, nuestro cerebro ha evolucionado para gratificar con endorfinas la ingesta de los nutrientes dulces, porque son los que dan más energía. Y al contrario: el cerebro desincentiva lo amargo desde el embarazo porque los venenos suelen tener ese sabor. “Cuanto más tóxica es una planta, más amarga. Y, para nuestra supervivencia, no intoxicarnos ha sido más prioritario que conseguir energía. Por eso, tenemos 25 receptores de lo amargo en las papilas gustativas y sólo dos de lo dulce”, explicaba Mennella en el diario “La Vanguardia” el 24 de noviembre de 2011.
A este asunto también se refiere José Enrique Campillo Álvarez, catedrático de Fisiología en la Universidad de Extremadura, en su libro “El mono obeso”. Según apunta Campillo en la página 47, la primera etapa de nuestra historia alimentaria se corresponde con el final del Mioceno y comienzos del Plioceno (hace quince y seis millones de años, respectivamente), cuando existía “la abundancia permanente de alimentos, en su mayor parte de origen vegetal”. Por esa época, nuestros antepasados primates accedían con facilidad a todo tipo de frutas y vegetales muy poco energéticos pero abundantes. Su preferencia serían los frutos maduros, precisamente los más dulces. El resultado es que pasaban buena parte del día comiendo en pequeñas cantidades.
“Estos hidratos de carbono –explica Campillo en la página 68 de “El mono obeso”– los conseguía el Ardipithecus ramidus de las frutas muy maduras, ricas en fructosa y glucosa, y de la miel. Pero la mayor parte de la dieta de nuestro ancestro estaría constituida por hidratos de carbono lentos (almidones) y por la fibra (celulosa, pectina). Son los carbohidratos que contienen las hojas y tallos tiernos, las flores y brotes o las frutas verdes y raíces. Son unos carbohidratos que al aparato digestivo le cuesta digerir, tienen que emplearse a fondo los enzimas intestinales y las bacterias del colon para extraerles la glucosa que almacenan y, por eso, la glucosa pasa despacio a la sangre. Después de comer estos hidratos de carbono los niveles de glucosa y de insulina en sangre aumentan lentamente y nunca llegan a ser muy altos”.
De este mismo tema se ocupa Yuval Noah Harari en la página 56 del libro «De animales a dioses»:
“La razón por la que nos regodeamos en los alimentos más dulces y grasientos que podamos encontrar es un enigma, hasta que consideramos los hábitos alimentarios de nuestros ancestros recolectores. En la sabanas y bosques en los que habitaban, los dulces con un alto contenido calórico eran muy raros y la comida en general muy escasa. Un recolector medio de comida de hace 30.000 años solo tenía acceso a un tipo de alimento dulce: la fruta madura y la miel. Si una mujer de la Edad de Piedra daba con un árbol cargado de higos, la cosa más sensata que podía hacer era comer allí mismo tantos como pudiera, antes de que la tropilla de papiones local dejara el árbol vacío. El instinto de hartarnos de comida de alto contenido calórico está profundamente arraigado en nuestros genes. En la actualidad, a pesar de que vivimos en apartamentos de edificios de muchos pisos y con frigoríficos atestados de comida, nuestro ADN piensa todavía que estamos en la sabana”.
Por otra parte, los bebés, durante sus primeros meses de vida, consumen un único alimento: la leche materna. En esta etapa, la angustiosa sensación de hambre de un bebé se calma tragando el tibio y dulce líquido en el inmejorable entorno del regazo materno. Este placer sensorial está claro que deja huella, de tal modo que el sabor dulce se mantiene aferrado a nuestros gustos durante toda la niñez y, de manera curiosa, vuelve a acentuarse en la vejez, donde suele producirse una involución o vuelta a la infancia en muchos aspectos.
Así que, sea porque el dulce recuerda a la infancia o a la prehistoria, a los seres humanos nos encanta, lo que explica que la industria se muestre tan interesada en este sabor tan relacionado con los circuitos de recompensa cerebrales.
Fuente: Comer o no comer

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